
Dueto con El Cuidador del Zoo
Tiempo atrás hubo un caso particular cuya protagonista fue una mujer obesa.
Amarillistas como son, los noticieros anunciaban conmovidos la discriminación que había sufrido una señora excedida de peso por una aerolínea, la cual pretendía -por meras cuestiones de seguridad y comodidad- cobrarle dos boletos en lugar de uno.
Como todos sabemos, este tipo de sucesos son la génesis de una inmensa y tórrida bola mediática, no falto por tanto quien acuse a este tipo de actitudes -mas bien a la conducta discriminatoria- etiologías indiscutibles de desórdenes alimenticios y muertes súbitas de modelos. Irónicamente, obitan muchas más personas por complicaciones cardiovasculares asociadas con el sobrepeso que de anorexia nerviosa o bulimia.
Raudamente una congregación de justicieros urbanos sin nada mejor que hacer, empezó a hacer oír su reclamo y la cuestión de la obesidad se hizo cotidiana. A la semana de abordar este tema, la gente obesa había sido reconocida “discapacitada”. Y he aquí el gran error.
La discapacidad es azarosa, inevitable, irreversible. Es una mutación genética, un accidente, un fármaco teratogénico, un error médico.
La gordura, en cambio, excepto por un puñado de causas, es una elección. Y yo no comprendo bien que pretendía esta mujer.
Acaso la aerolínea en cuestión debería perder un boleto, dinero o seguridad porque esta mujer había decidido comer hasta perder la forma humana?
Es justo la persona que viajaba al lado suyo soportara todo el viaje la sorda y constante presión y temperatura de millones de centímetros cúbicos de tejido adiposo tapizados con piel seborreica porque la señora no había tenido la voluntad de someterse a una dieta y la tenacidad de hacer ejercicio físico?
La realidad es que para que los gordos viajen cómodos, deberían hacer aviones con menos capacidad de asientos. Considerando el la relación:
Precio de cada boleto= Costo del viaje para la aerolínea
Cantidad de Pasajeros
es fácilmente inferible que la única manera de amortizar un viaje con menos capacidad es aumentando el precio del boleto. Este ajuste recaería sobre todos los pasajeros, incluyo aquellas personas que no son gordos, los cuales estarían entonces no solo gastando dinero extra injustamente, sino fomentando que los señores con un índice de masa corporal mayor a 30 se sigan atiborrando eternamente de carbohidratos simples y grasas saturadas.
Los gordos esperan el trato común, pero al mismo tiempo argumentan sufrir de su gordura. Dicen ser discriminados, pero luego lo exigen. Quieren que todos los negocios de ropa tengan pantalones del tamaño de una canadiense para 5 personas, rampas, modelar, bailar danza clásica, el asiento del colectivo. Quieren que les creamos cuando dicen “pero si yo no como nada, apenas poquitito así” mientras forman con sus deditos rechonchos un círculo inverosímil.
Invierten sus energías en que el resto de la sociedad acepte su enfermizo comportamiento como algo natural y saludable, y no en someterse a un plan de alimentación sensato.
En España, por ejemplo, hay una cantidad de 8.306 muertes al año a raíz del consumo de drogas; sin embargo la cantidad de defunciones por patologías relacionadas con la obesidad alcanza la alarmante cifra de 30.000.
Ahora bien, la acción de consumir drogas, venderlas o simplemente poseerlas es declarado ilegal según las normas que rigen nuestra nación primando, entonces, el cuidado de la salud por sobre el placer químico. Y esto me lleva al gran interrogante, por qué la venta de alimentos hacia la gente obesa o simplemente la obesidad no constituye un delito?
Fomentar y aceptar la obesidad es ser cómplice de una muerte, proveerle comida a un obeso es acelerar el proceso. Por eso creo que ser obeso es ilegal, y que -amén de ser tratado como una enfermedad terminal- debería ser procesado por la justicia y pasible de una (edulcorada) condena.
Todo con el objeto de consolidar la paz interior, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino. Mínimo.