26 mar 2007

El peso de la ley (o por qué la obesidad debería ser ilegal)



Tiempo atrás hubo un caso particular cuya protagonista fue una mujer obesa.
Amarillistas como son, los noticieros anunciaban conmovidos la discriminación que había sufrido una señora excedida de peso por una aerolínea, la cual pretendía -por meras cuestiones de seguridad y comodidad- cobrarle dos boletos en lugar de uno.
Como todos sabemos, este tipo de sucesos son la génesis de una inmensa y tórrida bola mediática, no falto por tanto quien acuse a este tipo de actitudes -mas bien a la conducta discriminatoria- etiologías indiscutibles de desórdenes alimenticios y muertes súbitas de modelos. Irónicamente, obitan muchas más personas por complicaciones cardiovasculares asociadas con el sobrepeso que de anorexia nerviosa o bulimia.
Raudamente una congregación de justicieros urbanos sin nada mejor que hacer, empezó a hacer oír su reclamo y la cuestión de la obesidad se hizo cotidiana. A la semana de abordar este tema, la gente obesa había sido reconocida “discapacitada”. Y he aquí el gran error.
La discapacidad es azarosa, inevitable, irreversible. Es una mutación genética, un accidente, un fármaco teratogénico, un error médico.
La gordura, en cambio, excepto por un puñado de causas, es una elección. Y yo no comprendo bien que pretendía esta mujer.
Acaso la aerolínea en cuestión debería perder un boleto, dinero o seguridad porque esta mujer había decidido comer hasta perder la forma humana?
Es justo la persona que viajaba al lado suyo soportara todo el viaje la sorda y constante presión y temperatura de millones de centímetros cúbicos de tejido adiposo tapizados con piel seborreica porque la señora no había tenido la voluntad de someterse a una dieta y la tenacidad de hacer ejercicio físico?
La realidad es que para que los gordos viajen cómodos, deberían hacer aviones con menos capacidad de asientos. Considerando el la relación:
Precio de cada boleto= Costo del viaje para la aerolínea
Cantidad de Pasajeros
es fácilmente inferible que la única manera de amortizar un viaje con menos capacidad es aumentando el precio del boleto. Este ajuste recaería sobre todos los pasajeros, incluyo aquellas personas que no son gordos, los cuales estarían entonces no solo gastando dinero extra injustamente, sino fomentando que los señores con un índice de masa corporal mayor a 30 se sigan atiborrando eternamente de carbohidratos simples y grasas saturadas.
Los gordos esperan el trato común, pero al mismo tiempo argumentan sufrir de su gordura. Dicen ser discriminados, pero luego lo exigen. Quieren que todos los negocios de ropa tengan pantalones del tamaño de una canadiense para 5 personas, rampas, modelar, bailar danza clásica, el asiento del colectivo. Quieren que les creamos cuando dicen “pero si yo no como nada, apenas poquitito así” mientras forman con sus deditos rechonchos un círculo inverosímil.
Invierten sus energías en que el resto de la sociedad acepte su enfermizo comportamiento como algo natural y saludable, y no en someterse a un plan de alimentación sensato.
En España, por ejemplo, hay una cantidad de 8.306 muertes al año a raíz del consumo de drogas; sin embargo la cantidad de defunciones por patologías relacionadas con la obesidad alcanza la alarmante cifra de 30.000.

Ahora bien, la acción de consumir drogas, venderlas o simplemente poseerlas es declarado ilegal según las normas que rigen nuestra nación primando, entonces, el cuidado de la salud por sobre el placer químico. Y esto me lleva al gran interrogante, por qué la venta de alimentos hacia la gente obesa o simplemente la obesidad no constituye un delito?

Fomentar y aceptar la obesidad es ser cómplice de una muerte, proveerle comida a un obeso es acelerar el proceso. Por eso creo que ser obeso es ilegal, y que -amén de ser tratado como una enfermedad terminal- debería ser procesado por la justicia y pasible de una (edulcorada) condena.

Todo con el objeto de consolidar la paz interior, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino. Mínimo.

9 mar 2007

Las Góndolas y el Romance



Estaba en la cola del supermercado, leyendo un apunte de anemias y escuchando un disco viejo de Liquid Tension para así hacer más llevadera la espera (SIEMPRE elijo la cola que más tarda, la que tiene cajeras con debilidad mental más severa, las de las viejas que se olvidan cosas y las van a buscar, la de la gente que no se decide si pagar su compra de $ 47 en dos o tres cuotas con tarjeta y piden que les calculen los intereses...) cuando de golpe, lo advertí.

No sé si llamarlo sexto sentido, hiperdensidad de dermatomas o barestesia exquisita; si estar o no orgullosa de tener ese nivel de percepción, pero, inequivocablemente, esa persona que se acababa de ubicar atrás mío en la fila era un joven. Y era del tipo de los que me gustan a mí.

Pasaron dos señoras gordas, inmensas. Una estaba con la hija y no pude sacar ninguna conclusión porque mi miopía galopante me lo impidió. La segunda, la que estaba justo adelante mío, me dio mucha pena porque llevaba dos frascos GRANDES de shampoo Suave, otro frasco familiar de crema Hinds, yerba Cachamai y un edulcorante líquido del tamaño de un silo de sorgo.

Es que siempre me pasa. Ir al supermercado me hace encontrar con tantos aspectos de mi persona que vuelvo con la psique fragmentada, de la misma manera que cuando iba a terapia.

Por ejemplo, cuando veo un viejito que lleva un yogur entero y nada más, o un albañil que lleva un paquete de galletitas de agua, o una pareja muy joven con una bolsa de pañales de los más chicos y baratos no puedo evitar romperme en mil pedazos por dentro. Ese producto solito, en la línea de cajas, la persona que generalmente tiene el importe justo... me da todo como una idea de desierto o de desolación que me entristece horrores. Asocio, estúpidamente, la felicidad con el consumo. Entonces me contengo las lágrimas, me recrimino ser tan imbécil, me río de mi patetismo, me pierdo en lo que estaba leyendo, tengo que volver a mirar el primer cuadro porque no registré ninguna de las 4 hojas que pasé.

Ah, y el muchacho.
Está buenisimo tener la certeza de que alguien te gusta sin haberlo visto. Es genial hacer fuerza para no imaginarte la cara, ni retorcer el cuello para ver qué lleva en el changuito. Está bueno saber (o creer) que él también te está mirando y que está esperando que te des vuelta porque también se está conteniendo las ganas de ver cómo sos. Y seducir de espaldas, sutilmente, sin caer en la vulgaridad.

Y está bueno que cuando, finalmente, te das vuelta, sea lindo y que el cruce de miradas se vuelva un rayo láser que haga que hasta la cajera se sienta incómoda. Es perfecto que (pocas veces me pasan esas cosas) la serie de pasos sacarse los auriculares-abrir la mochila-sacar la billetera- sacar el documento- sacar la tarjeta se lleve a cabo con una coordinación perfecta y aceitada, sin cables que se enreden, sin un corpiño que se salga de la mochila o sin la billetera manchada con algún gel anestésico para la boca que tuvo necesariamente que abrirse minutos antes.

Está bueno mirarlo una sola vez y prometerle amor eterno en esa mirada para luego estudiarlo de reojo, retirarte ignorándolo por completo, hacerte la superada y encarar la puerta con 9 bolsas; parar en la vereda, reacomodarlas, sentirte incapaz, vencida, pesadumbrada. Y que -claro- venga él, gentil, misericordioso y galante a ofrecerte su ayuda.

En un minuto pensé y me proyecté todo lo que pude: imaginé que me ayudaba, que llegábamos hasta mi casa, que subía, que teníamos sexo desenfrenado, que nos poníamos de novios, nos casábamos y teníamos hijos.

Y me imaginé la mueca de desilusión en la cara de mis hijos al contarles que a papá lo había conocido en el Coto.

Le dije "Gracias, yo me arreglo", un poco indiferente, procurando entonces que él supusiera que se había hecho la película solo.
Después Hugo, el encargado de mi edificio, me ayudó a subir las bolsas hasta mi departamento.



1 mar 2007

Matemática Aplicada

Gracias lengua por tu aporte. De verdad quedó más bonito.
Básicamente, existen dos maneras de tomarse la vida: complicándosela o no.

Mas allá del entorno, competencias y condicionantes que nos hayan tocado en suerte, las personas tendemos a distribuírnos bajo la órbita de dos rótulos que definen a su vez dos grupos sociales principales: el de la gente práctica y el de la gente compleja.

Los prácticos parecen haber abrazado categóricamente el postulado de geometría euclidiana que enuncia que la menor distancia entre dos puntos es una recta.

Así, sus procedimientos son en general sencillos, definidos y contundentes; no suelen hacerse demasiados cuestionamientos y filosofía les aburre o les parece inútil.

No conciben, por ejemplo, la idea de depresión endógena: si uno les cuenta que está mal, triste o desesperanzado, la pregunta de rigor es “qué te paso?”. Si, ante esto, contestamos que nada -aunque tengamos conductas netamente suicidas- ellos desestimarán el problema. En su cabeza, las cosas funcionan así: si no te pasa nada, no tenés por qué estar mal.
Si, en cambio contestamos que nos peleamos con nuestro novio, rematan con un “es un tarado, dejalo”.Y punto.

Si bien son buenos compañeros de viaje o aventuras debido a su impecable organización, las charlas de bar con ellos pueden ser aburridísimas: sencillamente se limitan a contar qué hicieron o qué van a hacer, y la idea de inventar una teoría o adivinarles nombres e historias a la gente le parece delirante o loca.

Trabajan para ganarse la vida y es muy probable que cumplan eficazmente con su tarea, pero de ninguna manera se les ocurriría agregar valor a su labor o proponer ideas innovadoras.

Del mismo modo, durante su etapa académica, estudian “para el exámen” y a veces hasta son alumnos destacados, pero su inquiteud llega hasta donde el programa de la materia y no atinan a leer un capítulo extracurricular jamás.

En algún momento, debo confesarlo, admiré a los de este grupo. Quise yo también ser así de práctica, así de clara, así de simple. Quise su aparente paz interior o su adolescencia sin turbulencias escuchando Luis Miguel. Y una relación de pareja sana, cuidar sobrinos o divertirme con menos. Y quise esa cosa llegar a la misma conclusiones a las que yo finalmente llegaba, pero con los tiempos invertidos por ellos.



Porque después están los otros. Los complejos. Los que desdibujan ese trayecto entre dos puntos dejando de lado la geometría que aprendieron en la escuela con su idea facilista de un espacio plano. Aquí, claro, consideramos:

Los que tienen un blog (fotolog computa para el grupo anterior).
Los que se cuestionan cosas del calibre “para qué vine al mundo?” todos los días.
Los que sufren de más, reiteradamente, o sin causa aparente.
Los que leen lo que les gusta o interesa, aunque sepan que en el parcial les a tomar otra cosa.
Los que pueden estar horas inventando una teoría de borrachos que no sirve para nada.
Los que piensan en todas las posibles consecuencias antes de ejecutar algo, aunque no esté en sus planes próximos ejecutar nada.
Los que se psicoanalizan.


Y a mí, hoy por hoy, estas personas me parecen más interesantes. Me seducen, me conmueven, me resultan enriquecedoras. Me gustan porque son más divertidas, más emocionantes, porque tienen la cuota de conflicto necesaria.

O porque -en realidad- son los dueños de la verdad absoluta: como bien propone la Teoría de Relatividad General con su idea de un espacio-tiempo curvado, la mínima distancia entre dos puntos deja ya de ser una recta. Y allí, entre esos puntos de inflexión, se esconden todos los secretos del universo.