Dicen los cuentos felices que basta con desear mucho algo para conseguirlo, pero hay gente (cuyo pensamiento es demasiado mágico o demasiado ingenuo) que convierte esta frase, que supone ser apenas un apuntalador del ánimo o un recurso para relatos fantásticos, en un modus vivendi.
Todos necesitamos querer y que nos quieran, aunque curiosamente, por algún sabio mecanismo de la naturaleza, no son pocos los momentos en los que estamos solos. Y no son pocas las personas en las que no son pocos los momentos en los que están solas.
Sin embargo, durante este período la manera en la que se vivencie tal singular sentimiento puede variar entre dos extremos lejanísimos. Algunos subliman la falta de abrazos haciendo cosas que de otra manera jamás podrían: viajan, coquetean con medio mundo, prescinden del depliado en invierno, se anotan en un curso de grabado porque tiene tiempo, se acuestan con un amigo/a.
Otros, en cambio, dedican ese mismo tiempo a esperar con una impaciencia que -a veces- logran camuflar satisfactoriamente. Mientras, ven cómo amigos que sí están en pareja van a cenar a lindos restaurantes, cuentan una y otra vez la anécdota de cómo se conocieron o eligen nombres para los hijos. Asimilan, expectantes, porosos y perceptivos, cada detalle, cada nombre de película o cada dirección, agazapados en el hastío de su soledad, imaginando cómo aplicarán todo lo aprendido cuando les llegue su turno.
Y finalmente, un dia, conocen a alguien.
No importa si es en el boliche, por chat o en un parque en otoño. No importa si es medio imbécil, si no combina bien la ropa, si no hace nada de su vida o si tiene un tono de voz insoportable. Es alguien.
Y ellos tiene tantas ganas y tantas cosas que ofrecer y tanto amor guardado.
Entonces arremeten, como una topadora o como una inmensa bola de estaño, enérgicos, convencidos de que esta vez sí les tocó el amor.
Y así, su superficie, que era sensible y permeable a todo dato de carácter romántico cuando estaban solos, de golpe se transforma en una pátina resbaladiza e impenetrable.
Se vuelven refractarios a cada detalle del mundo exterior, no responden a alarmas, no entienden gestos, no tienen la capacidad de interpretar sutilezas, no decodifican mensajes. O los decodifican erróneamente.
Interpretan, por ejemplo, un:
"la pasé bien" como un "te amaré por siempre"
"qué linda tu casa" con un "vivamos juntos ya"
"me gustás" con un "sos la única persona con la que estoy"
La ansiedad y las ganas de ser felices o de ser todo lo que vieron los obnubilan y los vuelven ciegos a la realidad, que a veces es muy distinta al idilio de tul y violines que se inventaron y que creen estar viviendo.
Lógica e inevitablemente, llega el día en el cual se dan cuenta de una manera no muy amable cuál es el lugar que realmente ocupan en la vida del otro; ya sea descubriendo que no había contrato de exclusividad, exigiendo una explicación tras la cual los mandan a freír rábanos o evidenciando la desorientación su amada/o ante una propuesta del tipo "hoy tenemos el cumpleaños de Felicitas" o "nos invitaron a comer mis viejos"
No sé si es justo, pero, finalmente, la torpeza y la necedad se paga con desilusión. El desamor no perdona negligencias y el castigo para el que no quiere ver será el de estrellarse la cara contra el piso, una y otra vez, hasta que el dolor, desgarrante, les haga recuperar la sensibilidad perdida.