15 ene 2010

Fetiche de amor (o cómo explicar romance con pares de zapatos)

A dúo con Melquiades


A veces pareciera que amor y enamoramiento son antagónicos. Que es uno o el otro y que son mutuamente excluyentes. Que, en todo caso, puede haber notas esporádicas de enamoramiento a lo largo de años de amor; pero nunca a la inversa ni de manera constante o consistente.

El amor tiene más que ver con la alianza que construye día a día, con una sociedad tácita o un proyecto tan intangible como real. El enamoramiento habla de romanticismo, de escenas tórridas en lugares insóitos, de melodrama y de palabras que siempre suenan bien cuando se las escucha por primera vez y en el contexto adecuado, todo eso sumado a la percepción nuerohumoral y subjetiva de ese estado (A.K.A mariposas en la panza).
Enamoramiento es, por ejemplo, tocar el violín en una góndola. Amor es remar en el mismo bote.

Enamoramiento es una cena con velas en donde ninguno come demasiado porque está absorto escuchando al otro. Amor es el desayuno con una sonrisa de todos los días.

Enamoramiento es extrema e incondicional fascinación. Amor es elegir y elegirse a uno mismo a pesar de muchas cosas, que es distinto de la abnegación rotunda y deletérea del “contigo a pesar de todo”.

Enamoramiento es Antes del Amanecer. Amor es Los Puentes de Madison. [N. de los R.: Melquíades aclara que está casi seguro de que –después de partirse la cabeza un buen rato– hubiera elegido lo mismo que Francesca.]

El Enamoramiento es como la fascinación que produce un par de zapatos nuevos: perfectos, distintos, jugadísimos. Amor es todo lo que queda, lo que decanta una vez que pasa (porque siempre –indefectible, inevitablemente-, pasa) ese furor inicial.
Nos queda, entonces, la tranquilidad de saber que es un buen zapato y que encaja en nuestra vida como nosotros en la suya; que nos sostiene y nos da confianza; que nos permite avanzar amortiguándonos los pasos y haciendo que la realidad sea un poco más llevadera. Un zapato que entre los miles y miles de zapatos que nos probamos, que existieron, existen y existirán está hecho por y para nosotros: nuestro pie se adaptó Lamarckianamente a esos pequeños defectos de suela o de capellada a tal punto que ahora se desdibuja la línea que define qué es pié y qué es zapato.
De un modo u otro, incluso a gusto con los nuestros puede pasar (más aun si somos declarados fans de los zapatos y con tantos diseños increíbles) que mirando vidrieras –porque vamos, aunque estemos conformes con lo que tenemos y aunque sea de reojo y medio a escondidas, nunca dejamos de mirar vidrieras- nos llame la atención un par por su modernidad, por curiosidad, por la intriga de saber cómo nos cambiaría la vida probárnoslos, aunque sea por un ratito.

Ahí es cuando los senderos se bifurcan, y es decisión y responsabilidad de cada uno qué camino elige seguir:

  • Andar con dos pares de zapatos al mismo tiempo.
  • Arriesgarse por completo y cambiar nuestro clásico zapato a medida por éstos nuevos que piden a gritos ser probados.
  • Si ya nos encariñamos con nuestros zapatos de siempre y creemos que valen la pena, mandarlos al zapatero y pedirle que le dé a la cosa una vuelta de tuerca para ver cómo los renovamos un poco.
También está la opción de, tan hartos de lo viejo como de lo nuevo, cansados de la seguridad y la incertidumbre, hastiados de la confianza y el desafío, quedarnos descalzos. Un rato. Andar demasiado en patas nos endurece y nos expone a algunos riesgos. Habrá que pensar si optamos por ir a comprar un par nuevo y escandaloso o rescatar uno viejo ("Ay, ¿por qué dejé de usar este zapato? ¡Si es tan lindo!"), que de cualquier manera no da para todos los días: alcanza con usarlo demasiado seguido para que empiece a molestar ("Ay cierto, me apretaba el dedo"). De todos modos, puede resultar perfecto para esta ocasión porque podemos usarlo sin medias, estar cómodos y sentirnos los más lindos por un rato, con la tranquilidad de saber que apenas necesitemos o tengamos ganas nos los podemos sacar tan fácilmente como nos los pusimos y volver a sentir esa cosa áspera y esa agradable indefensión de tener los pies sobre la tierra.